«Vencer sin batallar es el supremo arte de la guerra».
Sun Tzu
«—Sensei —dijo de repente el muchacho—, ¿cuándo comenzará mi entrenamiento con la espada?
»Kenzaburô sonrió como si llevara tiempo esperando aquella pregunta.
—¿Acaso tienes prisa?
—Pronto hará dos años desde que llegamos a la montaña, y ni siquiera sabría cómo empuñar el bokken si no fuera por el entrenamiento que recibí cuando era un niño.
—Y en realidad no sabes cómo empuñarlo —le desengañó Kenzaburô—. Además, tampoco estás tan lejos de ser un niño.
»El samurái parecía divertido por la impaciencia de su discípulo, y aquello encendió aún más el malestar de Seizô:
—¿Y cómo he de aprender si mi maestro no me enseña? —le reprochó con el mentón alzado.
»El samurái se acercó a un cubo con agua que había junto a la puerta, tomó un cucharón de madera y llenó una taza que entregó a Seizô. A continuación, se llenó otra para él y se sentó con las piernas cruzadas frente al muchacho.
—¿Por qué es tan importante para ti aprender el manejo de la espada?
—¿Por qué? —preguntó Seizô, incrédulo—. ¿Acaso el sable no es el arma de un samurái? ¿Cómo, si no, podré afrontar a los asesinos de mi padre?
—¿De verdad crees, Seizô, que la espada es el arma de un samurái?
»El muchacho guardó silencio, confundido por aquella pregunta de respuesta evidente.
—Tu arma no es el acero, sino tu espíritu —le dijo Kenzaburô golpeándole con un dedo en el estómago—. Un samurái doblega con su voluntad al enemigo, ha vencido el combate antes de que las espadas se crucen. El acero solo es la prolongación en tu mano de esa voluntad, la extensión del alma del guerrero.
»Seizô lo observaba a medio camino entre el desconcierto y la desconfianza. ¿Qué clase de explicación era aquella?
—¿No me crees? —preguntó Kenzaburô, consciente de la expresión en el rostro de su alumno—. Llegará el día en que tú también lo veas, podrás observar a dos enemigos a punto de batirse y sabrás cuál de los dos vencerá. Lo sabrás tan claramente como la noche se distingue del día. Buda nos enseñó que el alma reina sobre lo material, de igual modo, es el espíritu el que reina sobre el acero. Es por eso que una espada en manos de un guerrero justo, movido por una causa noble, siempre será más peligrosa que la espada empuñada por codicia o ambición. Ya muchos lo han olvidado, pero el espíritu inquebrantable que arde en el pecho de un samurái es su verdadera espada, la voluntad de servir a su señor y cumplir con su deber, aun por encima de la propia vida.
—Puede ser cierto hasta un punto —reconoció Seizô—, pero técnica y fuerza continúan marcando la diferencia.
—Te contaré una historia que en su momento me contó mi padre, quizás así aprendas a reflexionar antes de cuestionar con impertinencia a tu sensei.
»Siglos atrás, en la provincia de Omi, vivía un guerrero sin parangón en la antigüedad. Nadie consiguió jamás herirle en combate y el señor que conseguía granjearse sus servicios asestaba un duro golpe moral a sus enemigos. Tal era la fama de este samurái, que se decía que podía ganar batallas por sí solo.
»Según cuentan, en el ocaso de sus días, harto de segar vidas y de guerrear en beneficio de otros, decidió retirarse a una montaña para vivir en paz, lejos de las intrigas y las mezquindades de la guerra, con el único deseo de entregarse a la contemplación de la naturaleza y al arte de la talla. De este modo, seguro de que ya nunca más necesitaría su espada y habiéndose jurado no volver a derramar sangre con ella, desmontó la hoja de su empuñadura y la mandó fundir, de modo que otros no pudieran utilizar su letal filo como instrumento de muerte. De su fabulosa nihonto sólo conservó la empuñadura con incrustaciones de ónice.
»El tiempo pasó, pero la fama de aquel guerrero no decayó. Se le seguía considerando el mejor espadachín que había pisado las islas, así que muchos le buscaron para retarle, ansiosos por medir su acero con el de aquel guerrero legendario, ignorantes de que el tigre se había arrancado a sí mismo los colmillos. Al cabo de muchos años, un joven samurái consiguió dar con el paradero de aquel hombre. Subió hasta la montaña dispuesto a enfrentarse a él, con la arrogante seguridad en sí mismo que sólo exhiben los jóvenes que aún no han sufrido los reveses de la vida. Estaba convencido de que el viejo maestro, pese a su gran técnica, no podría competir contra la fuerza y la rapidez de su juventud. Pero cuando se encontró frente a frente con él, ni siquiera fue necesario que sus habilidades se pusieran en juego: le bastó con observar el fuego que ardía en los ojos de aquel viejo para comprender que no tenía ninguna oportunidad contra él. Sin atreverse siquiera a aproximar la mano a la empuñadura de su sable, el joven guerrero, que había llegado hasta allí ansioso de gloria, saludó con respeto al maestro y abandonó las montañas.
»Después de aquello, otros llegaron y a todos recibió igual el viejo eremita: de rodillas al fondo de una cueva, con la empuñadura de su espada envainada en una funda que yacía vacía a su lado. Cien combates venció aquel samurái después de destruir su espada, todos sin necesidad de tocar su empuñadura inerme».
Fragmento de El Guerrero a la Sombra del Cerezo, novela publicada por Editorial Suma de Letras.
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