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  • HOJOSHINKAN DOJO

«El hombre que se enoja fácilmente será derrotado por otros en el combate, y por sí mismo en la vida

Proverbio Samurai.



«—¿Y tú, muchacho, qué haces con este barbudo? —preguntó el oficial, señalando con su taza de sake al extranjero. —El maestro Ayala tiene una dispensa especial de la corte de Gifu para recorrer nuestras tierras —explicó Kenjirō brevemente—. Yo le asisto como guardaespaldas por orden del clan Oda, de ahí que vista el blasón de su señoría. —Y, tras dudar un instante, añadió—: Además, es un hábil intérprete, es capaz de entender todo cuanto decimos. —¿Ah, sí? —preguntó el samurái, haciendo bailar el platillo de sake frente a la cara del jesuita—. ¿Entiendes lo que te digo, barbudo? »Ayala asintió con parquedad. —Así que eres uno de esos bateren, uno de esos cuervos que revolotean de aquí para allá con su cruz. —Ayala no respondió. Se limitó a observar con indisimulado desdén al oficial y a los dos guerreros que se sentaba junto a él—. Su señoría os tiene en alta estima, pero yo creo que sois gente de poco fiar, bárbaros que vais diciendo a los campesinos que no hay más señor que vuestro dios, y que todo el que mata, sea heimin o samurái, sufre la condenación eterna. —En efecto, eso es lo que enseñamos. —Yo he matado a siete hombres, barbudo —gruñó el otro entre dientes—, todos a mayor gloria de mi señor. ¿Estoy, entonces, condenado? ¿Acaso tu dios no valora la devoción y la valía de un guerrero? —Los de vuestra clase tendéis a pensar que la habilidad con la espada demuestra algún tipo de elevación espiritual, pero lo cierto es que saber matar es un talento dudoso, en ningún caso superior al del carnicero que afila bien sus cuchillos. »Las palabras de Ayala, pronunciadas con infinito desprecio, silenciaron como un aldabonazo la mesa. Los tres samuráis intercambiaron una mirada torva. Lentamente, el más joven de ellos tomó el sable que descansaba a su izquierda y echó mano a la empuñadura. Comenzaba a ponerse en pie cuando Kudō Kenjirō golpeó con el extremo de la katana envainada sobre la mesa; los platillos con licor vertieron su contenido y las botellas oscilaron a punto de volcar. »Sin retirar la espada, que mantuvo firme ante los tres guerreros, dijo: —Si desenvainas tu arma, compañero, lo más probable es que muramos uno de los dos. Puede incluso que ambos nos despidamos de esta vida. Piensa, más bien, que un extranjero es alguien que no conoce nuestras costumbres ni la más básica educación; enojarte por sus palabras es como enojarte con el perro que ladra a tu paso. »Los soldados de Oda guardaron silencio, congeladas sus voces y sus rictus, como el resto de los presentes en la posada. El ademán de Kenjirō denotaba que su voluntad era firme, tanto como la mano con que sostenía el sable, y así lo supo leer el oficial, que terminó por hacerle un gesto con la cabeza a su subordinado. Este obedeció renuente, pero finalmente volvió a su posición y colocó de nuevo la espada a su izquierda. —He de pediros que os marchéis —dijo el mayor de los tres guerreros. »Kenjirō asintió con una reverencia. —Gracias por vuestra invitación. Ha sido un honor compartir mesa con tres samuráis de Oda-sama. »Se retiraron a la planta superior, dejando el salón sumido en un insoportable silencio. Cuando por fin llegaron al dormitorio, una estancia prácticamente vacía con dos jergones extendidos sobre la tarima de madera, Kenjirō cerró la puerta con presteza y se colocó frente a Martín Ayala. El jesuita sostuvo la mirada del joven goshi; no había arrepentimiento en los ojos del extranjero, sino un obstinado desafío. Cuál fue su sorpresa cuando el samurái se postró de rodillas ante él y, con la cabeza gacha, dijo: —Ayala-sensei, le ruego que no vuelva a poner nuestras vidas en riesgo inútilmente. Mi deber es protegerle aun a costa de mi vida, y en esta obligación está empeñado el honor de mi padre y de mi casa, pero no me haga morir por un motivo indigno. »Ayala dio un paso atrás, sobrecogido por las palabras de aquel hombre, mucho más joven que él pero también mucho más sensato. Y no pudo sino caer de rodillas a su vez, sinceramente arrepentido, mientras Kenjirō aún mantenía su reverencia».


Fragmento de OCHO MILLONES DE DIOSES, novela publicada por Editorial Suma de Letras

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